lunes, 5 de agosto de 2013

Mi experiencia



Cuando me diagnosticaron Hiperemesis Gravídica no podía creerlo. Había leído algo sobre esta enfermedad pero la consideraba improbable, lejana, ajena. 

Empecé a vomitar antes de saber que estaba embarazada. Al principio lograba contener el vómito, aunque la náusea no me abandonaba en todo el día. Al cabo de un mes ya no era capaz de levantarme más que para acercarme al wáter, donde me hubiera podido quedar horas, agarrada a su pie. Esperaba en vano que la última bocanada me dejara descansar. Pero después del esfuerzo enorme de levantarme, volvía la arcada. Así a cada rato y cada vez de forma más violenta. A esta altura ya no había comida o líquido que vomitar, no había saliva, no había bilis. Sólo sangre.

Después de varios días sin comer, sin poder retener ni una sola gota de líquido, sobrevino la deshidratación, la primera de todas. Mis labios parecían tierra reseca, apenas orinaba y la debilidad me había postrado. Lo peor, sin embargo, era la sed. Nunca en mi vida he tenido tanta sed. Me frustraba no poder beber. Tenía siempre un vaso grande lleno de agua fresca ante mí, a sólo medio metro, pero no podía beber. 

Fue la primera vez que me ingresaron. 

Cumpliendo con el protocolo, me hidrataron por vía intravenosa. Para detener el vómito probaron primero con Primperan, que ya había utilizado sin éxito en urgencias por vía intramuscular. Tampoco ahora funcionó, por lo que empezaron con Ondansetrón, un tratamiento utilizado para controlar el vómito químico, esto es, el que sufren quienes están sometidos a quimioterapia. Este sí tuvo éxito. A los cuatro días me dieron el alta.

Salí tambaleándome del hospital. Las piernas no conseguían estar derechas y la cabeza me daba vueltas. Al llegar a casa, volvió el vómito y al día siguiente ingresé de nuevo. Esta vez estuve 10 días. 

Hicieron pruebas de todo tipo. Me miraron el hígado, los riñones, el páncreas… Sólo detectaron un nivel elevado de hormonas de la gestación, pero ninguna otra cosa que justificara mis vómitos. Así que llegaron a la conclusión de que lo que me pasaba tenía un origen psicológico  y me derivaron a Salud Mental. Un psiquiatra vino a verme a la habitación. Me preguntó si era un hijo deseado, si yo trabajaba, si lo hacía mi pareja… Como tratamiento me recetó no estar sola, porque la vergüenza me impediría vomitar, y no acercarme al baño, para no ponérselo fácil al vómito.  ¡Si supiera que acabé vomitando por la calle!

Cuando me dieron el alta, me recetaron el mismo medicamento en pastillas, para que pudiera seguir tomándolo en casa. Duré fuera sólo una semana. Me ingresaron una última vez, en esta ocasión durante 16 días. Ahora el medicamento apenas detenía los vómitos. Las náuseas, sin embargo, eran indestructibles. Vomitaba menos, pero de forma muy violenta.

Mi médico, por fin, derivó mi caso a Medicina Interna, Digestivo y Nutrición. Una vez que comprobaron que sufría una desnutrición importante y que había perdido mucho peso, iniciaron la alimentación por vía. Recuerdo el dolor que sentía cuando el alimento (especialmente, los lípidos) entraba en mi cuerpo. Era como fuego en las venas. Los brazos estaban ya muy mal cuando me informaron de que tenían que abrirme una nueva vía, en este caso, en la yugular, para alimentarme a través de ella. 

Por evocar recuerdos dolorosos, sólo imaginármelo me provocaba pavor, pero luego lo agradecí. Llegué a tener hasta cinco botes conectados a la parenteral del cuello sin darme cuenta. Nada de dolor, nada de fuego. Lo único molesto era el soniquete incesante de la máquina que administraba la medicación y el alimento.

Sin embargo, según me dijeron este tipo de alimentación asistida no ofrecía seguridad en mi estado así que, de no llegar a tolerar algún sólido en los días siguientes, tendrían que recurrir a la sonda naso-yeyunal (desde la nariz al intestino delgado). Afortunadamente, conseguí mantener algo de lo comido, por lo que no fue necesaria la sonda. 

Y volvieron a darme el alta. Me fui de allí con mi venda al cuello, muy débil y aterrorizada (me daba miedo volver a casa), pero aliviada porque no me sentía bien en el hospital. Y es que lo peor de la HG no son, aun siendo malos, las náuseas, los vómitos, el asco constante, la debilidad, la sed… Lo más duro es la soledad. La soledad en que me sumí ante la incomprensión del equipo médico y de mi familia.

El ginecólogo, las enfermeras, las auxiliares, incluso las limpiadoras (salvando a algunas), juzgaron la gravedad de mis síntomas y el origen de los mismos y, por supuesto, compararon sus casos particulares con el mío. Todas habían sufrido vómitos durante todo el embarazo (algunas todos los embarazos) y ninguna había tenido que ir al médico. De ahí a afirmar que conceder una baja médica por algo así era un abuso, había muy poco trecho y hubo quien lo recorrió. 

Ahora puedo hablar de ello con cierta objetividad, pero entonces no tenía fuerzas ni para levantarme, cuánto más para defenderme. Llegué a creer lo que decían: que el origen de todo mi malestar estaba en mi actitud y que si la cambiaba, todo mejoraría. Dado que eso no ocurrió nunca, pese a todos mis intentos por “aceptar lo que me pasaba”, lo único que podía pensar es que era una debilucha quejica que probablemente no quería a su hijo. 

Este pensamiento fue haciendo mella en mí, poco a poco. Me sentía la peor de las mujeres, por no ser capaz de hacer lo que millones de ellas hacían sin quejarse. La desesperación se apoderó de mí.

Pero no fue la única. El miedo fue creciendo desde que me dijeron que el tratamiento a que me sometían pertenecía a un grupo de medicamentos cuyas secuelas se desconocían en el feto. Y se alimentó con las palabras de las nutricionistas que me dijeron que no conocían los efectos de la desnutrición o la deshidratación. Y se hizo enorme con las palabras que pronunciaban todos sobre las consecuencias de tanto sufrimiento. 

Decidí interrumpir el embarazo. Estaba enferma y, probablemente, mi bebé lo habría acusado. En realidad, no sé cuál habría sido el resultado pero no soporté la incertidumbre.  

En La mamá de Mateo leí por primera vez la experiencia de otra chica. Pude reconocerme en sus palabras a medida que las leía entre lágrimas.  Entonces entendí que no era mi culpa, que estaba enferma, que podría no haber estado sola. Pero ya era muy tarde. 

Creé este blog para recoger las traducciones de artículos en inglés (apenas encontré algo en español) de la HER Foundation, por si otra chica que se encuentre en mi misma situación necesita conocer lo que le está pasando o cómo sobrellevarlo. Sobre todo, para que sepa que NO es su culpa y que no está sola.